CODEX FATUM. CAPÍTULO 1
La señora Ángeles había trabajado en esa biblioteca por unos cinco años. Siempre con su bufanda de seda y su tarro de café que rellenaba cada mañana a las 11, en una carrerita rápida al local frente a la escuela. Tener la misma rutina todos los días no le molestaba en absoluto. De hecho, un trabajo repetitivo y tranquilo era exactamente lo que deseaba antes de meterse a estudiar biblioteconomía en la UNAM y de eso hacía ya veinticuatro años. Su forma de ser, pasiva, serena y sin meterse con nadie, congeniaba perfecto con la vocación que había elegido. Y definitivamente necesitaba un poco de tranquilidad en su vida. Tranquilidad y aislamiento, tal como lo ordenó el doctor.
La
orden dada por el decano no fue a causa de que la señora Ángeles
sufriera algún mal de los nervios o el corazón, nada por el estilo.
Al contrario, siempre había gozado de una buena salud, en contraste
con su tres hermanos, que ya habían estado internados cada uno en el
hospital por lo menos una vez. La orden se la había dado su marido,
que era cirujano y era un hombre bastante celoso. Tranquilidad y
aislamiento; mientras más alejada de los hombres, mejor. A Ángeles
le causaba risa tal inseguridad en su esposo; como
si hubiera sido tan inquieta en mi juventud.
Y en cuanto a su propia salud, ella parecía ir y venir sin que nada
le afectara. No se explicaba por qué el resto de la gente que veía
en la calle siempre iba tan preocupada, tan estresada e infeliz. Si
tuvieran un trabajo como el mío, otro gallo les cantara a todos
esos.
Vivir entre libros todo el tiempo; con el silencio obligado de los
recintos donde se guardan y acumulan. ¡Ah! Esto es lo mejor que hay.
Y
cinco años después de su última entrevista de trabajo, ahí
estaba. De vuelta a la rutina que tanto amaba, en el lugar que ya
había hecho suyo. Un día más de clasificar libros, prestar y
recibir ejemplares, catalogar en su vieja computadora una pila más
de papel cargado de información y conocimiento. Que por supuesto,
poca gente leería; pero que no importaba. Alguien tenía que cuidar
esos libros, resguardarlos, procurarlos en buen estado. ¿Quién si
no ella?
Estaba
sentada frente a la PC que le asignaron, una HP viejita que todavía
jalaba bien y - ¡cosa formidable! - corría videos sin ninguna
dificultad. Había terminado de checar su correo y su red social
favorita. No había novedades aún. De pronto, reparó en una nota
que se encontraba sobre su escritorio, encima de unos libros que
esperaban ser devueltos a sus estantes. Era un papel pequeño,
amarillo, de los que tienen adhesivo por uno de los lados. Tenía
escrito un código de los llamados Dewey, tan familiar para ella,
aunque no recordaba haberlo escrito.
-C-
972
C894
2005
ej. 9
-C-
972
C894
2005
ej. 9
Pero
sí parecía su letra, eso era un hecho. ¿Por qué no recordaba
haber escrito la nota? En fin, no quería preocuparse de más por
algo tan tonto.
Ángeles
dio un sorbo más a su café y se levantó de la silla. Era casi la
una y no había “clientes” en la sala de lectura. Tomó la nota y
los libros y comenzó a recorrer el pasillo adjunto a las
estanterías. Mientras caminaba se acomodó la bufanda y el cuello
del suéter. Siempre llevaba un suéter con cuello alto porque
siempre tenía frío, aunque fuera verano. Y más que por el frío –
le decía a todos- era por la humedad del sótano, donde se
encontraba la biblioteca. Esa humedad que a veces la castigaba con
una gripa fugaz y molesta y que parecía aumentar al acercarse uno al
fondo del recinto.
Acomodó
los libros en sus estantes respectivos y leyó de nuevo el papel. La
–C- indicaba que el libro en cuestión se encontraría en el área
de consulta, en el último pasillo del salón. Avanzó hacia él y al
llegar a la esquina del corredor metió la mano entre el tomo 12 y 13
de la Enciclopedia de la Vida Marina para oprimir el pequeño
interruptor en la pared tras el gran mueble. Las cinco lámparas del
techo sobre el largo pasillo nueve se encendieron con cierta
intermitencia y Ángeles aceleró el paso. Tenía que regresar pronto
a su lugar por si alguien entraba y requería de sus servicios;
también se preciaba de ser muy profesional y cumplida con sus
labores. Nadie
en la escuela tiene dudas al respecto y quiero que eso siga así.
Hacía
ya un tiempo que Ángeles no caminaba hasta ese apartado lugar. Los
muchachos ya no hacían uso de las colecciones en ese pasillo. Con la
web acabó la era de las enciclopedias y éstas yacían olvidadas y
cubiertas de polvo, inciertas de su destino. Ángeles iba leyendo
algunos títulos, Enciclopedia Médica McGinn, Almanaques Mundiales,
Enciclopedia del Cosmos TIME-LIFE. Casi se alegraba de no tener ya
que cargar con esos libros tan pesados de ida y vuelta desde la
ventanilla de la entrada. Revisó el papel de nuevo. Reconocía de
forma automática la referencia numérica que seguía: 972, el área
de Geografía e Historia. Casi había llegado a esa sección cuando
notó algo y se detuvo. ¿C894? No recordaba a qué autor se refería
este código. Se los sabía casi todos; era su trabajo sabérselos.
Pero C894 ¿a qué equivalía?... Cranberg... Crato... No podía
recordar.
Una
de las lámparas del pasillo se apagó. Qué oportuno. Meses y meses
sin recorrer ese pasillo y justo ahora... Ángeles se ajustó más el
cuello del suéter. Maldita
humedad, no sé qué hago aquí.
Podía haber esperado a que llegara Nancy, la becaria, que hacía las
veces de su asistente rellenando su taza de café y acomodando
algunos libros. Pero
no,
en
mi necedad tengo que hacer todo yo.
Ángeles
dejó de caminar al leer 900, Geografía e Historia. 970 es Historia
de América del Norte. Aquí
es.
972 se refiere a México, claro. ¿Editado
en 2005? El señor –C- necesita sacar una reedición actualizada.
C877,
Cox, Alan. C885, Crafton, Andrew. C889, Crammer, John...
C894
equivale a Craster.
Craster,
Matías L. No
recuerdo que tuviéramos a un Craster en el sistema.
Pero
ahí estaba. Era un libro negro y grande, de pasta dura, en razonable
buen estado. Y lo más extraño, estaba clasificado y ubicado en el
lugar que le corresponde.
¿Cómo llegó esto aquí?
Un
golpe tronó en el techo y Ángeles brincó. Alguien tiró una silla
en el laboratorio. Es la hora del receso. Chamacos
idiotas.
Ángeles sacó el libro del estante, incrédula. Parecía empastado en piel.
La portada no tenía impreso el título, solo un símbolo que parecía
una “V” y una “G” sobrepuestas. Y una equis.
Matías Craster. El nombre se le hacía conocido, mucho, pero no recordaba
dónde... y seguro no lo había visto en el catálogo.
Abrió
el tomo y buscó el título. Una página antes, tenía una nota hecha
a mano y firmada, al parecer, por el autor.
“Para
un creyente verdadero, que la faz sardónica se dibuje a través del
dolor de los siglos. M.L. Craster”.
Ángeles
pasó la página, nerviosa. Leyó el título.
CODEX
FATUM
- ¿Hay
alguien? –gritó una voz desde la entrada. Y Ángeles saltó de
nuevo. La bibliotecaria salió rápidamente de la estantería. Entró a la
oficinita. Había un joven alto recargado
en el marco de la ventanilla.
- Hola
– dijo la señora, jalando aire.
- ¿Encontró
mi libro?
- Ángeles intentó verle el rostro al joven, pero estaba semioculto por la
capucha de su sudadera.
- ¿Tu
libro? – reaccionó ella - ¿Tu dejaste la nota en mi escritorio?
- Si,
le anoté la clasificación para que le fuera más fácil.
¡Ja!
Tiene letra de mujer.
Una chica con audífonos entró por la pequeña puerta y dejó su mochila
sobre una mesa.
Le hizo
a la señora un gesto con la mano, a manera de saludo.
- ¿Te
lo vas a llevar? – preguntó Ángeles al joven.
- Si,
por favor. Lo necesito... para una prueba.
La bibliotecaria sacó rápidamente la ficha de préstamo que estaba
sujeta a la cuarta de forros del libro negro y se la dio al joven, junto con una pluma. El
encapuchado anotó algo en la ficha y se la devolvió a Ángeles,
quien a su vez le entregó el libro. La señora giró hacia la joven
que acababa de llegar.
- Nancy,
por favor pon esto con las demás fichas.
- Si,
Angelitos – dijo quitándose los audífonos.
- Oye
¿de qué trata ese libro? – la señora giró hacia el de la
capucha, pero ya no estaba ahí.
Ángeles
se quedó mirando hacia la sala de lectura. Solo vio a una pareja
estudiando en silencio.
- ¿Craster?
¿Matías Craster? – el tono de Nancy hizo girar a Ángeles. La
joven sostenía la ficha, inmóvil – ¿Este libro lo escribió él?
La señora se asustó al ver su expresión.
- ¿Y
nosotros teníamos éste libro aquí?
- Yo
no sabía que lo teníamos – le aclaró Ángeles - ¿Quién es ese
escritor, tu sabes?
Nancy
palideció.
- ¿No
sabes quién es?
Ángeles
sintió miedo de saber la respuesta.
- Hace
como siete u ocho años – prosiguió Nancy – él era maestro de
esta escuela. Enseñaba historia,
geografía y no sé qué más. Y escribía mucho. Artículos para
periódicos, cuentos, poemas.. de todo. Ganó premios y fue cuando
empezó a publicar libros. Era toda una eminencia.. ¿no lo
recuerdas?
Ángeles titubeó removiendo su memoria.
- Era
maestro de aquí... si.
- Y
entonces se descubrió todo. Un colega que lo visitó en su casa
notó un olor extraño, de una sustancia química o algo así. En
cuanto su anfitrión estaba en el baño, su amigo revisó la cocina.
Y dentro del horno encontró una cabeza humana, pequeña. Muy
pequeña para ser de un adulto.
Ángeles se sentó sin notarlo, muda.
- El
amigo de Matías salió corriendo de la casa en shock y casi lo
atropella una patrulla. –continúo Nancy - Los llevó a la casa.
La policía tiró la puerta y encontró a Matías con la cabeza en
las manos; intentaba esconderla debajo de la cama. Lo sometieron y
ahí mismo el profesor confesó y les dijo que abrieran el clóset
de su cuarto. Dentro de él, acomodadas en varios estantes, tenía
las cabezas de doce niños más. Si... horrible. Los cuerpos de los
niños nunca se encontraron; Matías no
dijo
qué hizo con ellos.
A Ángeles le estaba costando respirar. Mientras Nancy hablaba, ella
iba recordando todo.
- ¿Y
qué pasó con Matías? – logró preguntar.
- Creo
que ahora está en un manicomio. Yo lo hubiera refundido en la
cárcel de por vida.
Ahora la señora era la que estaba pálida.
Tranquilidad y aislamiento. Lo dijo el doctor.
Nancy le explicó a Ángeles que, como es lógico, el escándalo casi hizo
que cerraran la escuela. Lo único que la salvó fue que las víctimas
resultaron ser de otros institutos, fuera de la ciudad. Pero el
horror no se iría nunca y el paso del profesor Craster por la
escuela acabó siendo una leyenda urbana que los alumnos de
generaciones posteriores contarían por años.
Los libros del monstruo, como es natural, fueron retirados de las
bibliotecas de todas las escuelas y destruidos. O eso creía.
- Pero
dicen que lo más horrible... –retomó la joven
Qué ¿Aún hay más?
- ...era
que cuando encontraron las cabezas... las caras de los niños
conservaban todavía la expresión de terror que tuvieron al morir.
- ¿Qué?
¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo lo hizo?
- No
lo sé, Ángeles... pero cuando lo interrogó la policía, el
profesor dijo que todo lo que hizo lo explican sus libros.
- ¿Sus
libros?
-Si...
dijo que son su testamento para todos sus adeptos. Que con sus
libros, sus adeptos aprenderán cómo continuar con su obra.
-¡Su
obra!
Y ahora, Ángeles la había prestado uno de esos asquerosos libros a un
joven.
A un adepto.
Nancy leyó la ficha. Lo temía. El tipo sólo había puesto un garabato.
- ¡No
se entiende! – la joven se levantó y buscó el teléfono -
Ángeles, tenemos que llamar a la policía. Tienen que encontrar al
que se llevó este libro.
- Si,
si... lo van a encontrar. Solo es uno... un adepto.
Lo tienen que encontrar.
Ángeles
tomó la taza de café y dio un sorbo. Estaba helado, como su sudor.
Nancy
había comenzado a marcar y se detuvo en seco. Sus manos levantaron
un pequeño papel amarillo que estaba sobre la mesa y su mirada se
volvió de piedra.
- ¿Qué?
¿Qué pasa?
- Ángeles...
la clasificación del libro. Mira.
Nancy le mostró los números. Ángeles no comprendió al inicio. Entonces
leyó la última línea y tembló.
ej. 9
- Son nueve ejemplares. Nueve libros iguales.
- Pero... no.. Ahí sólo había uno. - La taza de café resbaló de sus manos.
Nancy colgó el auricular.
- ¿Quién tiene los otros ocho?
- ¿Quién tiene los otros ocho?
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