CODEX FATUM. CAPÍTULO 1

              

por Alejandro Hoyos P.
              


             La señora Ángeles había trabajado en esa biblioteca por unos cinco años. Siempre con su bufanda de seda y su tarro de café que rellenaba cada mañana a las 11, en una carrerita rápida al local frente a la escuela. Tener la misma rutina todos los días no le molestaba en absoluto. De hecho, un trabajo repetitivo y tranquilo era exactamente lo que deseaba antes de meterse a estudiar biblioteconomía en la UNAM y de eso hacía ya veinticuatro años. Su forma de ser, pasiva, serena y sin meterse con nadie, congeniaba perfecto con la vocación que había elegido. Y definitivamente necesitaba un poco de tranquilidad en su vida. Tranquilidad y aislamiento, tal como lo ordenó el doctor.
             La orden dada por el decano no fue a causa de que la señora Ángeles sufriera algún mal de los nervios o el corazón, nada por el estilo. Al contrario, siempre había gozado de una buena salud, en contraste con su tres hermanos, que ya habían estado internados cada uno en el hospital por lo menos una vez. La orden se la había dado su marido, que era cirujano y era un hombre bastante celoso. Tranquilidad y aislamiento; mientras más alejada de los hombres, mejor. A Ángeles le causaba risa tal inseguridad en su esposo; como si hubiera sido tan inquieta en mi juventud. Y en cuanto a su propia salud, ella parecía ir y venir sin que nada le afectara. No se explicaba por qué el resto de la gente que veía en la calle siempre iba tan preocupada, tan estresada e infeliz. Si tuvieran un trabajo como el mío, otro gallo les cantara a todos esos. Vivir entre libros todo el tiempo; con el silencio obligado de los recintos donde se guardan y acumulan. ¡Ah! Esto es lo mejor que hay.
               Y cinco años después de su última entrevista de trabajo, ahí estaba. De vuelta a la rutina que tanto amaba, en el lugar que ya había hecho suyo. Un día más de clasificar libros, prestar y recibir ejemplares, catalogar en su vieja computadora una pila más de papel cargado de información y conocimiento. Que por supuesto, poca gente leería; pero que no importaba. Alguien tenía que cuidar esos libros, resguardarlos, procurarlos en buen estado. ¿Quién si no ella?
              Estaba sentada frente a la PC que le asignaron, una HP viejita que todavía jalaba bien y - ¡cosa formidable! - corría videos sin ninguna dificultad. Había terminado de checar su correo y su red social favorita. No había novedades aún. De pronto, reparó en una nota que se encontraba sobre su escritorio, encima de unos libros que esperaban ser devueltos a sus estantes. Era un papel pequeño, amarillo, de los que tienen adhesivo por uno de los lados. Tenía escrito un código de los llamados Dewey, tan familiar para ella, aunque no recordaba haberlo escrito.

                                    -C-
                                   972
                                  C894
                                  2005
                                   ej. 9

Pero sí parecía su letra, eso era un hecho. ¿Por qué no recordaba haber escrito la nota? En fin, no quería preocuparse de más por algo tan tonto.
Ángeles dio un sorbo más a su café y se levantó de la silla. Era casi la una y no había “clientes” en la sala de lectura. Tomó la nota y los libros y comenzó a recorrer el pasillo adjunto a las estanterías. Mientras caminaba se acomodó la bufanda y el cuello del suéter. Siempre llevaba un suéter con cuello alto porque siempre tenía frío, aunque fuera verano. Y más que por el frío – le decía a todos- era por la humedad del sótano, donde se encontraba la biblioteca. Esa humedad que a veces la castigaba con una gripa fugaz y molesta y que parecía aumentar al acercarse uno al fondo del recinto.
Acomodó los libros en sus estantes respectivos y leyó de nuevo el papel. La –C- indicaba que el libro en cuestión se encontraría en el área de consulta, en el último pasillo del salón. Avanzó hacia él y al llegar a la esquina del corredor metió la mano entre el tomo 12 y 13 de la Enciclopedia de la Vida Marina para oprimir el pequeño interruptor en la pared tras el gran mueble. Las cinco lámparas del techo sobre el largo pasillo nueve se encendieron con cierta intermitencia y Ángeles aceleró el paso. Tenía que regresar pronto a su lugar por si alguien entraba y requería de sus servicios; también se preciaba de ser muy profesional y cumplida con sus labores. Nadie en la escuela tiene dudas al respecto y quiero que eso siga así.
Hacía ya un tiempo que Ángeles no caminaba hasta ese apartado lugar. Los muchachos ya no hacían uso de las colecciones en ese pasillo. Con la web acabó la era de las enciclopedias y éstas yacían olvidadas y cubiertas de polvo, inciertas de su destino. Ángeles iba leyendo algunos títulos, Enciclopedia Médica McGinn, Almanaques Mundiales, Enciclopedia del Cosmos TIME-LIFE. Casi se alegraba de no tener ya que cargar con esos libros tan pesados de ida y vuelta desde la ventanilla de la entrada. Revisó el papel de nuevo. Reconocía de forma automática la referencia numérica que seguía: 972, el área de Geografía e Historia. Casi había llegado a esa sección cuando notó algo y se detuvo. ¿C894?  No recordaba a qué autor se refería este código. Se los sabía casi todos; era su trabajo sabérselos. Pero C894 ¿a qué equivalía?... Cranberg... Crato... No podía recordar.
           Una de las lámparas del pasillo se apagó. Qué oportuno. Meses y meses sin recorrer ese pasillo y justo ahora... Ángeles se ajustó más el cuello del suéter. Maldita humedad, no sé qué hago aquí. Podía haber esperado a que llegara Nancy, la becaria, que hacía las veces de su asistente rellenando su taza de café y acomodando algunos libros. Pero no, en mi necedad tengo que hacer todo yo.
            Ángeles dejó de caminar al leer 900, Geografía e Historia. 970 es Historia de América del Norte. Aquí es. 972 se refiere a México, claro. ¿Editado en 2005? El señor –C- necesita sacar una reedición actualizada. C877, Cox, Alan. C885, Crafton, Andrew. C889, Crammer, John...
             C894 equivale a Craster.
      Craster, Matías L. No recuerdo que tuviéramos a un Craster en el sistema.
            Pero ahí estaba. Era un libro negro y grande, de pasta dura, en razonable buen estado. Y lo más extraño, estaba clasificado y ubicado en el lugar que le corresponde. ¿Cómo llegó esto aquí?
            Un golpe tronó en el techo y Ángeles brincó. Alguien tiró una silla en el laboratorio. Es la hora del receso. Chamacos idiotas.
      Ángeles sacó el libro del estante, incrédula. Parecía empastado en piel. La portada no tenía impreso el título, solo un símbolo que parecía una “V” y una “G” sobrepuestas. Y una equis.
             Matías Craster. El nombre se le hacía conocido, mucho, pero no recordaba dónde... y seguro no lo había visto en el catálogo.
          Abrió el tomo y buscó el título. Una página antes, tenía una nota hecha a mano y firmada, al parecer, por el autor.

           “Para un creyente verdadero, que la faz sardónica se dibuje a través del dolor de los siglos. M.L. Craster”.

              Ángeles pasó la página, nerviosa. Leyó el título.
              CODEX FATUM

              - ¿Hay alguien? –gritó una voz desde la entrada. Y Ángeles saltó de nuevo. La bibliotecaria salió rápidamente de la estantería. Entró a la oficinita. Había un joven alto recargado en el marco de la ventanilla.
            - Hola – dijo la señora, jalando aire.
            - ¿Encontró mi libro?
        - Ángeles intentó verle el rostro al joven, pero estaba semioculto por la capucha de su sudadera.
        - ¿Tu libro? – reaccionó ella - ¿Tu dejaste la nota en mi escritorio?
             - Si, le anoté la clasificación para que le fuera más fácil.
¡Ja! Tiene letra de mujer.
Una chica con audífonos entró por la pequeña puerta y dejó su mochila sobre una mesa. 
Le hizo a la señora un gesto con la mano, a manera de saludo.
  -  ¿Te lo vas a llevar? – preguntó Ángeles al joven.
  -   Si, por favor. Lo necesito... para una prueba. 
La bibliotecaria sacó rápidamente la ficha de préstamo que estaba sujeta a la cuarta de forros del libro negro y se la dio al joven, junto con una pluma. El encapuchado anotó algo en la ficha y se la devolvió a Ángeles, quien a su vez le entregó el libro. La señora giró hacia la joven que acababa de llegar.
    - Nancy, por favor pon esto con las demás fichas.
    - Si, Angelitos – dijo quitándose los audífonos.
    - Oye ¿de qué trata ese libro? – la señora giró hacia el de la capucha, pero ya no estaba ahí.
            Ángeles se quedó mirando hacia la sala de lectura. Solo vio a una pareja estudiando en silencio.
           - ¿Craster? ¿Matías Craster? – el tono de Nancy hizo girar a Ángeles. La joven sostenía la ficha, inmóvil – ¿Este libro lo escribió él?
   La señora se asustó al ver su expresión.
     - ¿Y nosotros teníamos éste libro aquí?
     - Yo no sabía que lo teníamos – le aclaró Ángeles - ¿Quién es ese escritor, tu sabes?
Nancy palideció.
            - ¿No sabes quién es?
Ángeles sintió miedo de saber la respuesta.
            - Hace como siete u ocho años – prosiguió Nancy – él era maestro de esta escuela. Enseñaba historia, geografía y no sé qué más. Y escribía mucho. Artículos para periódicos, cuentos, poemas.. de todo. Ganó premios y fue cuando empezó a publicar libros. Era toda una eminencia.. ¿no lo recuerdas?
    Ángeles titubeó removiendo su memoria.
         - Era maestro de aquí... si.
         - Y entonces se descubrió todo. Un colega que lo visitó en su casa notó un olor extraño, de una sustancia química o algo así. En cuanto su anfitrión estaba en el baño, su amigo revisó la cocina. Y dentro del horno encontró una cabeza humana, pequeña. Muy pequeña para ser de un adulto.
          Ángeles se sentó sin notarlo, muda.
         - El amigo de Matías salió corriendo de la casa en shock y casi lo atropella una patrulla. –continúo Nancy - Los llevó a la casa. La policía tiró la puerta y encontró a Matías con la cabeza en las manos; intentaba esconderla debajo de la cama. Lo sometieron y ahí mismo el profesor confesó y les dijo que abrieran el clóset de su cuarto. Dentro de él, acomodadas en varios estantes, tenía las cabezas de doce niños más. Si... horrible. Los cuerpos de los niños nunca se encontraron; Matías no dijo qué hizo con ellos.
        A Ángeles le estaba costando respirar. Mientras Nancy hablaba, ella iba recordando todo.
         - ¿Y qué pasó con Matías? – logró preguntar.
         - Creo que ahora está en un manicomio. Yo lo hubiera refundido en la cárcel de por vida.
          Ahora la señora era la que estaba pálida.
          Tranquilidad y aislamiento. Lo dijo el doctor.
         Nancy le explicó a Ángeles que, como es lógico, el escándalo casi hizo que cerraran la escuela. Lo único que la salvó fue que las víctimas resultaron ser de otros institutos, fuera de la ciudad. Pero el horror no se iría nunca y el paso del profesor Craster por la escuela acabó siendo una leyenda urbana que los alumnos de generaciones posteriores contarían por años.
            Los libros del monstruo, como es natural, fueron retirados de las bibliotecas de todas las escuelas y destruidos. O eso creía.



         - Pero dicen que lo más horrible... –retomó la joven
               Qué ¿Aún hay más?
               - ...era que cuando encontraron las cabezas... las caras de los niños conservaban todavía la expresión de terror que tuvieron al morir.
               - ¿Qué? ¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo lo hizo?
               - No lo sé, Ángeles... pero cuando lo interrogó la policía, el profesor dijo que todo lo que hizo lo explican sus libros.
               - ¿Sus libros?
               -Si... dijo que son su testamento para todos sus adeptos. Que con sus libros, sus adeptos aprenderán cómo continuar con su obra.
               -¡Su obra!

        Y ahora, Ángeles la había prestado uno de esos asquerosos libros a un joven.
         A un adepto.
        Nancy leyó la ficha. Lo temía. El tipo sólo había puesto un garabato.
       - ¡No se entiende! – la joven se levantó y buscó el teléfono - Ángeles, tenemos que llamar a la policía. Tienen que encontrar al que se llevó este libro.
       - Si, si... lo van a encontrar. Solo es uno... un adepto. Lo tienen que encontrar.
      Ángeles tomó la taza de café y dio un sorbo. Estaba helado, como su sudor. 
      Nancy había comenzado a marcar y se detuvo en seco. Sus manos levantaron un pequeño papel amarillo que estaba sobre la mesa y su mirada se volvió de piedra.



      - ¿Qué? ¿Qué pasa?

      - Ángeles... la clasificación del libro. Mira.
     Nancy le mostró los números. Ángeles no comprendió al inicio. Entonces leyó la última línea y tembló.

                              ej. 9

      -  Son nueve ejemplares. Nueve libros iguales.
      -  Pero... no.. Ahí sólo había uno. - La taza de café resbaló de sus manos.
      Nancy colgó el auricular.

      - ¿Quién tiene los otros ocho?


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